Tomando el ejemplo de George Orwell, mi objetivo es el compromiso social y la denuncia del sistema actual. "Por qué escribo" publicó Orwell, y yo todavía intento responder esa pregunta. Sin embargo, dos frases de Ray Bradbury resumen bastante bien parte de mi pensamiento: “Continuamos siendo imperfectos, peligrosos y terribles, y también maravillosos y fantásticos”; “solo podemos progresar y desarrollarnos si admitimos que no somos perfectos y vivimos de acuerdo con esta verdad”.
martes, 21 de febrero de 2012
Manifiesto por el cambio
miércoles, 15 de febrero de 2012
La excelencia de los obreros
viernes, 10 de febrero de 2012
If your life would ran out just now...
jueves, 9 de febrero de 2012
Relato para concurso (parte 1)
Batalla en Turín
Amaneció sudoroso, ensangrentado, y con una escasa noción sobre el lugar donde se encontraba. Había sido una noche larga y tediosa, y le costaba recordar con precisión todos los detalles, o quizá, no quería recordarlos. ¿Quién le mandaría alistarse en aquella absurda guerra?
Con un extremo dolor de cabeza, Ian maldijo su suerte y comenzó a llorar. Demasiado sufrimiento en apenas unas semanas para un joven de recientes veintidós años.
Creía que era un juego, que matar podría satisfacer sus ansias de batalla; sería sencillo. Nada más lejos de la realidad. Problemático, conflictivo y de carácter más bien tosco, Ian se había ganado en su pequeño pueblo un respeto general a base de palizas y amenazas. Ni su propio padre, un humilde y pacífico agricultor, se atrevía ya a levantarle la mano. Se había convertido en el jefe de la casa, más que eso, de su pueblo. El pánico reinaba a su alrededor cuando él se encontraba cerca, pues era sinónimo de trifulca asegurada. Quizá lo único que heredó de su pobre padre fue su ideología antifascista, algo que suponía una amenaza real para el joven en aquel convulso año 1943. Culpaba a su padre de las desgracias de su familia y su penuria, le asqueaba permanecer allí, todo le causaba una profunda repulsión. Ahí radicaba el motivo de su personalidad. En su vida solo había querido vivir el odio y el resentimiento.
Creyó ser el perfecto soldado. Valiente, fuerte y disciplinado. Craso error. Fue en ese preciso instante cuando lo comprendió, el era tan solo un mero peón más del juego y nadie le echaría en falta cuando cayera. Lloraba por todo, por los últimos acontecimientos, por sus actos pasados, por su familia y por aquellas personas a las que había atormentado. Por primera vez, lloraba; lloraba de arrepentimiento.
Ahora sabía que merecía estar allí y sufrir cuantas penurias vinieran, estaba sufriendo los tormentos que había causado en su pequeño pueblo a gran escala. A pesar de haber sido voluntario y haber creído encontrar en la guerra su vía de escape jurando no volver, lo cierto era que cada noche le costaba conciliar el sueño mientras trataba de desechar de su mente los pensamientos nostálgicos de los más nimios detalles. Por primera vez se sintió como un niño perdido e indefenso.
Permaneció así tumbado y reflexionando mientras lloraba amargamente su pasado lo que él calculó que serían unos quince minutos. Entonces decidió que era hora de reaccionar, ya habría tiempo de arreglar todo si volvía.
Si volvía… Si volvía…
Y ese pensamiento se instaló en su mente como si se lo hubieran clavado con una bala. Estaba solo, desorientado, herido y para colmo seguramente estaría rodeado de enemigos.
Se levantó a trompicones y notó un intenso dolor en el hombro izquierdo. Apenas tenía unas escasas nociones de medicina, por lo que ni siquiera sabía que podría tener. Tanteó su cuerpo en busca de su pistola, robada a un soldado alemán en una de las incursiones de la tropa a la que servía. Sin embargo, su fusil no aparecía por ningún lado; seguramente lo habría perdido durante la huída.
Recuperando la compostura y haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, se propuso investigar el lugar donde se encontraba. Tenía que salir vivo de allí y conseguir contactar con el campamento base de los americanos. Mientras recorría la espaciosa sala, comenzó a rememorar los sucesos de la noche anterior.
Había sido uno de los días más tranquilos desde que se incorporara a la brigada. Tan solo un par de rastreadores habían peinado la zona antes de levantar el campamento a un lugar más resguardado. Ellos no eran soldados de trinchera, su misión consistía en ejercer de avanzadilla para preparar el ataque. Entonces, mientras cenaban, todo sucedió a una velocidad endiablada. La suerte se alió con Ian y tres compañeros más que se encontraban en el extremo opuesto del campamento resguardados entre las sombras. Un rugido ensordecedor que congelaba la sangre se abrió paso en sus oídos. No era un tiroteo normal, era casi un fusilamiento, no hubo tiempo para la reacción, y los sonidos de las sibilantes balas se mezclaban con los desgarradores aullidos de los soldados caídos. Solo un grupo de entre diez y quince afortunados habían podido huir. Pero era un espejismo. El único destino era la ciudad de Turín.
En medio del estupor, aquellos afortunados, si así podían ser considerados al escapar de una más que asegurada muerte para meterse quizás en algo peor, el sufrimiento y el dolor de la tortura en caso de ser capturados, deambularon por las calles más inhóspitas y oscuras de la ciudad de Turín. Como si fueran pequeños conejos que buscan salir de su madriguera atentos a cualquier movimiento que delatara al lobo.
Aquellos asquerosos alemanes les habían cogido por sorpresa, y una vez más a pesar de su precaución, fueron descubiertos. Buscando auxilio y refugio en los edificios más cercanos, algunos conseguían llegar a un gran edificio, que imponía su magnificencia sobre las pequeñas casas italianas. Otros eran irremediablemente abatidos. Dentro del colosal edificio se vivieron los momentos más tensos de la vida de Ian. Temió realmente por su vida, apenas se podía identificar ningún objeto a medio metro en aquella oscuridad sepulcral, y era tanto una ventaja como un inconveniente, pues nada asustaba más al prepotente soldado que desconocer el terreno, o aquello a lo que se enfrentaba.
Recordó haber descubierto algo similar a grandes estanterías, y habría jurado que estaban repletas de libros, pero no se había molestado en investigar más. Era lo último que recordaba. Ian supuso que una de esas estanterías debió caerle encima dejándolo sin sentido, y aquella desesperante oscuridad que tanto pánico le infundía le había salvado de ser descubierto ocultándolo a sus enemigos.
Toda la sala estaba en ruinas. Marcas constantes de balas en las paredes, pilas de libros destrozados por el suelo, charcos de sangre manchando sus páginas, cristales rotos y sobre todo, un aspecto de destrucción y desolación que dejó descorazonado al inexperto soldado. Una escena aterradora que quedó grabada en su mente como si a fuego estuviera grabada. Y lo único que se le ocurrió pensar en aquel tétrico escenario fue que resultaba irónico que los libros le hubieran salvado la vida cuando siempre fue una de las cosas que más odió en sus años de adolescente. Él no valía para estudiar, ni quería ganarse un futuro estudiando, siempre había creído que su futuro era la acción.Relato para concurso (parte II)
Algo le impulsaba a salir de allí, pero su cuerpo no respondía. Quería abandonar aquel lugar casi maldito para él, aunque también tan especial, por incoherente que le pareciera. Había cambiado. Ya no era el mismo, no era aquel valiente bravucón que pensaba que él solo podía ganar esa guerra, ya no ostentaba esa prepotencia tan característica. Había comprobado cuan cruel puede ser la guerra, facilidad con la que podría haber muerto, la facilidad con la que su egocentrismo podría haber sido su perdición. Puede que esa fuera la razón; allí había recapacitado y se sabía diferente, pero ¿podría seguir siendo así? Una extraña sensación le embargaba.
Era una sensación difícil de explicar. Sabía que si permanecía allí le encontrarían, aunque no es que el exterior fuera mucho más seguro. Pero no era eso, su integridad había dejado de preocuparle la noche anterior, ya no temía a los enemigos, había sobrevivido a toda una matanza, se veía inútil en aquellas pintorescas y arruinadas tierras italianas, estaba solo.
Era ese cambio personal que había sufrido lo que le impulsaba a deambular sin rumbo entre los restos de aquel gigantesco centro cultural que era la biblioteca de Turín. Un sentimiento de culpabilidad le atenazaba el pecho, y volvió a sentir esas incontrolables ganas de llorar. Se debatía entre dos sentimientos enfrentados. Quería volver a su pueblo y enmendar sus errores pasados, suplicar perdón y demostrar que de su verdad se sentía arrepentido, incluso algo más, sentía vergüenza y rencor hacia él mismo por su comportamiento anterior. No sería perfecto, nunca lo sería, ni siquiera era inteligente o trabajador, pero sí tenía una cualidad que no había cambiado. Su determinación; por ello se esforzaría hasta dar la última gota de sudor para conseguirlo. Pero para poder lograrlo quedaba un largo camino, y lo primero que tenía que hacer era salir de aquel imponente edificio. Sencillo, el paso más simple de su plan.
Sin embargo, algo le retenía, como si fuera una presencia que le instaba a permanecer en aquel lugar. Sin saber por qué, seguía avanzando a trompicones apollándose en las escasas estanterías que quedaban en pie. Sin ningún respeto hacia su propia presencia, paseaba como si estuviera trastornado, demasiado enfrascado en sus pensamientos. Una estampa tan melancólica como imprudente en aquel escenario de dolor donde podría ser abatido por un pelotón entero en cualquier momento.
No tenía miedo, no tenía ninguna preocupación que se mostrara en su frío semblante. Lo único que se adivinaba en su cara eran las lágrimas resecas mezcladas con los restos de sangre. Sin embargo, por dentro, era todo un fluir de actividad. Su cabeza no paraba, montaba planes de huída a cada cual más elaborado y complejo, planes casi perfectos a los que tan solo sacaba algún rebuscado defecto en el momento que más convencido estaba para llevarlo a cabo, lo que le provocaba una frustración y un cansancio mental que le desesperaba. Pero solo mantenía un objetivo principal que marcaba su razón de ser y existir en aquel momento: volver a su casa y arreglar sus errores. Entre tanta soledad y confusión ese esperanzador y feliz pensamiento se erigía como una luz en su cielo.
Finalmente se acabó sentando apoyado en una pared de la biblioteca, demasiado exhausto para seguir caminando. Boqueando para respirar y demasiado cansado para seguir pensando, cogió el primer libro que encontró sin saber exactamente por qué lo hacía. La literatura era un mundo tan desconocido como poco interesante para Ian. Como si el libro hubiera llevado ahí toda una eternidad esperando ese momento, como si estuviera expresamente puesto en ese lugar para él, el libro mostraba una pequeña guía sobre Cataluña, su tierra, el lugar al que añoraba volver. Sin reparar en lo que hacía, por primera vez leía por iniciativa propia. Se iba calmando por momentos, y aunque obviamente estaba escrito en italiano, la lectura se convirtió en un pasatiempo intentando averiguar el significado de las palabras, pasatiempo que le llevó casi dos horas más.
El cambio era palpable. Según sus cálculos, debían ser cerca de las seis o las siete de la tarde. Tenía hambre, no había comido desde esa fatídica noche anterior. Pero esa misma sensación casi surrealista de no querer abandonar aquel lugar que tanto le había reportado como persona indirectamente se le antojaba casi utópica. Además, el hombro cada vez le dolía más intensamente. Había estado tan ensimismado debatiendo consigo mismo que había perdido toda percepción del mundo exterior. Solo quería que acabara todo.
Entonces las horas empezaron a ser pesadas y empezó a impacientarse, y a alterarse. Y aunque realmente había cambiado, no podría hacer desaparecer nunca aquella ira que se apoderaba de él y tanto le caracterizaba. Volvía a sentir esos deseos incontrolables de arremeter contra cualquier cosa, apareció esa prepotencia insolente que casi le cuesta la vida la noche anterior; ya no le importaba su estado físico, no le importaba aquel futuro feliz que se prometía a sí mismo… Se debatía entre la rabia, la frustración y la impotencia por seguir allí, y un descontrol sobre sí mismo que amenazaba con ser su perdición. No había marcha atrás.
Soltando alaridos cada vez que golpeaba cualquier cosa que apareciera a su paso por la satisfacción que le producía poder desahogarse a su antojo, aquel lugar ya no le parecía aquel escenario que tanto temor, e incluso pánico, le infundiera la noche anterior, ya no era ese edificio que le impuso tanto respeto cuando despertó sin saber dónde se encontraba, había perdido ese aspecto desolado y destrozado que le confería la categoría de ruinoso incluso para convertirse en el emplazamiento perfecto donde descargar toda su furia. Ahora simplemente sería su siguiente víctima, y lo pensaba destrozar todo cuanto pudiera. El aspecto con el que aparecía la biblioteca bien podría reflejar el estado interior de Ian, en el más absoluto caos y sin ninguna razón que lo sustentara ahora. El edificio no podía defenderse; Ian era insignificante en el mundo, con un estado cercano a la locura. El mismo lugar que le había visto transformarse como persona asistía ahora a su propia destrucción.
Relato para concurso (parte III)
Era imposible saber cómo había sucedido, cómo o porqué motivo estalló de aquella forma tan frenética y brutal como despiadada contra la biblioteca de Turín. Quizá la inactividad, quizá su propia frustración, tal vez rabia al creer que se había estado auto engañando todo el día. Lo único cierto era que ni su anterior cansancio ni el dolor de sus heridas habían detenido a la hora de cumplir su objetivo de arremeter contra todo. Esa era su espectacular determinación.
Los gritos desgarrados procedentes de aquel ruinoso y castigado edificio llamaron la atención de las pocas personas que se atrevían a salir a la calle en esos momentos. Su idioma extranjero le delataba, había firmado su sentencia, sus horas estaban contadas.
Los ciudadanos de Turín que se acercaban tímidamente por las proximidades de la plaza donde se encontraba la biblioteca huían despavoridos cuando escuchaban los brutales golpes de su interior, acompañados siempre por múltiples gritos sin sentido, o maldiciendo en ocasiones en un idioma desconocido para ellos, pero que según deducían los más atrevidos, era similar al suyo. Los más crédulos pensaban incluso en espíritus debido a las leyendas que corrían en aquellos tiempos de guerra sobre los muertos, los que se atrevían a acercarse a una distancia menos prudente creían que había una pelea… otros simplemente extendían la noticia a su antojo con la escasa información que recibían.
De boca en boca, pronto llegó a oídos de uno de los soldados italianos encargados de la defensa de la ciudad, quien informó a su capitán de mando.
La población de Turín se mostraba atemorizada, e incluso infundían esa sensación de miedo e inseguridad a sus propios soldados, quienes ni siquiera sabían a qué se enfrentaban. Mientras rodeaban el colosal edificio dispuestos a entrar acribillando a todo lo que hubiera allí, la locura de Ian más que remitir, incluso cobraba mayor fuerza con cada golpe que atestaba. Nunca se había visto una tropa que reflejara tales caras de pánico mientras contemplaban, o más bien escuchaban, ese horripilante espectáculo que montaba un solo hombre al que le pesaban todos y cada uno de los días de su vida. Aunque claro, eso ellos no lo sabían.
De pronto todo quedó en silencio. Ian había parado de gritar y apalear.
Fueron los momentos de mayor tensión, pero no para el joven, sino para esos enemigos de los que él ni siquiera tenía constancia. Una vez más, había levantado esa ola de pánico a su alrededor que paralizaba a quien tuviera delante. Pero esta vez, él ni siquiera se había percatado de ello. Entonces tres soldados penetraron por el ala oeste de la biblioteca con un gran estruendo, intetando coger a Ian por sorpresa y abatirlo fácilmente. Otros cinco hicieron lo propio en la sala principal, donde se había escuchado por última vez la desgarradora melodía de aullidos, mientras que cinco más se apostaban en el tejado dispuestos a tirotear al más mínimo movimiento. Pero Ian ya no estaba allí. No podía haberse desvanecido, ¿sería verdad que había un espíritu? Los soldados empezaron a dudar de cualquier creencia que tuvieran.
Sin embargo, mientras el capitán de la tropa se encontraba en la puerta principal dirigiendo la operación con varios soldados más de su confianza y el resto entraba en el edificio, el joven trastornado había salido por donde nadie esperaba que hiciera, por la puerta principal, aunque realmente lo hizo por inercia y por desconocimiento absoluto de la situación. Ian, motivado aún por su trastorno emocional, se plantó en el marco de la puerta mientras sacaba su único arma al percatarse de lo que acontecía, esa pequeña pistola, para encañonar a aquel que se presentaba delante de él. El capitán, demasiado sorprendido e intentando comprender lo que sucedía de una forma lógica, no conseguía recomponerse y reaccionar. Los soldados avanzaban a la espalda de Ian.
Un disparo. Un solo disparo se escuchó entonces en medio de aquella confusión, y el tiempo se detuvo por unos instantes.
Su hombro herido sangraba a borbotones, ahora sí era consciente del dolor. Dejó caer su pistola y se tambaleó hacia atrás mientras sudaba como si llevara corriendo un día entero. Fueron unos segundos, unos escasos e interminables segundos en los que llegó a comprender su situación y se daba cuenta de cómo había sucedido. Él mismo se había condenado perdiendo la razón y los estribos sin ningún motivo, había condenado los veintidós años de su vida de la misma forma.
Volvió a sentirse desgraciado, un cúmulo de emociones le asaltó en esos escasos siete segundos de casi insufrible dolor.
Dos disparos más.
Casi simultáneamente le alcanzaron en la cabeza y el cuello, por lo que cayó abatido al fin. ¿Pero quién había sido? El capitán seguía estupefacto y los soldados llegaban justo en ese preciso instante. Había unas cuantas personas alrededor expectantes ante la operación militar, puede que alguien disparara entre la multitud. De todas formas, no se molestarían en investigar, lo cierto es que seguramente había salvado más de una vida, entre ellas las del capitán.
Pero él había muerto, Ian, el soldado desconocido que conmocionó durante unas horas a toda una ciudad. Había encontrado la misma suerte que sus compañeros, aunque a diferencia de ellos, estos la habían encontrado de frente y por azar, mientras que él parecía haberla buscado como si fuera su destino. Una muerte rápida y casi sin sufrimiento físico. Pero su interior nunca había dejado de ser un pequeño castillo de cartón que se desmoronaba cada vez más bajo una lluvia torrencial. Había muerto sufriendo durante todo el día, casi rayando la locura. Unas últimas horas demasiado crueles y devastadoras que no hubieran sucedido si la noche anterior hubiera fallecido en su campamento. Su último pensamiento fue que se lo merecía, en un gesto de arrepentimiento y rencor propio. ¿Hasta qué punto estaba trastornado entonces?
La suerte es muy relativa, y aunque él creyó haber escapado de un horrible final, lo cierto es que acabó encontrado un desenlace aún más espeluznante. Ese edificio de Turín, esa biblioteca tan asediada, fue el único y silencioso testigo del desmoronamiento y la caída de un pobre joven que se vio superado por esa estúpida guerra, igual que muchos otros
Los soldados de Turín nunca olvidarían ese día ni la última expresión del soldado abatido. Una mezcla de rabia… y placer.