jueves, 9 de febrero de 2012

Relato para concurso (parte III)

Era imposible saber cómo había sucedido, cómo o porqué motivo estalló de aquella forma tan frenética y brutal como despiadada contra la biblioteca de Turín. Quizá la inactividad, quizá su propia frustración, tal vez rabia al creer que se había estado auto engañando todo el día. Lo único cierto era que ni su anterior cansancio ni el dolor de sus heridas habían detenido a la hora de cumplir su objetivo de arremeter contra todo. Esa era su espectacular determinación.

Los gritos desgarrados procedentes de aquel ruinoso y castigado edificio llamaron la atención de las pocas personas que se atrevían a salir a la calle en esos momentos. Su idioma extranjero le delataba, había firmado su sentencia, sus horas estaban contadas.

Los ciudadanos de Turín que se acercaban tímidamente por las proximidades de la plaza donde se encontraba la biblioteca huían despavoridos cuando escuchaban los brutales golpes de su interior, acompañados siempre por múltiples gritos sin sentido, o maldiciendo en ocasiones en un idioma desconocido para ellos, pero que según deducían los más atrevidos, era similar al suyo. Los más crédulos pensaban incluso en espíritus debido a las leyendas que corrían en aquellos tiempos de guerra sobre los muertos, los que se atrevían a acercarse a una distancia menos prudente creían que había una pelea… otros simplemente extendían la noticia a su antojo con la escasa información que recibían.

De boca en boca, pronto llegó a oídos de uno de los soldados italianos encargados de la defensa de la ciudad, quien informó a su capitán de mando.

La población de Turín se mostraba atemorizada, e incluso infundían esa sensación de miedo e inseguridad a sus propios soldados, quienes ni siquiera sabían a qué se enfrentaban. Mientras rodeaban el colosal edificio dispuestos a entrar acribillando a todo lo que hubiera allí, la locura de Ian más que remitir, incluso cobraba mayor fuerza con cada golpe que atestaba. Nunca se había visto una tropa que reflejara tales caras de pánico mientras contemplaban, o más bien escuchaban, ese horripilante espectáculo que montaba un solo hombre al que le pesaban todos y cada uno de los días de su vida. Aunque claro, eso ellos no lo sabían.

De pronto todo quedó en silencio. Ian había parado de gritar y apalear.

Fueron los momentos de mayor tensión, pero no para el joven, sino para esos enemigos de los que él ni siquiera tenía constancia. Una vez más, había levantado esa ola de pánico a su alrededor que paralizaba a quien tuviera delante. Pero esta vez, él ni siquiera se había percatado de ello. Entonces tres soldados penetraron por el ala oeste de la biblioteca con un gran estruendo, intetando coger a Ian por sorpresa y abatirlo fácilmente. Otros cinco hicieron lo propio en la sala principal, donde se había escuchado por última vez la desgarradora melodía de aullidos, mientras que cinco más se apostaban en el tejado dispuestos a tirotear al más mínimo movimiento. Pero Ian ya no estaba allí. No podía haberse desvanecido, ¿sería verdad que había un espíritu? Los soldados empezaron a dudar de cualquier creencia que tuvieran.

Sin embargo, mientras el capitán de la tropa se encontraba en la puerta principal dirigiendo la operación con varios soldados más de su confianza y el resto entraba en el edificio, el joven trastornado había salido por donde nadie esperaba que hiciera, por la puerta principal, aunque realmente lo hizo por inercia y por desconocimiento absoluto de la situación. Ian, motivado aún por su trastorno emocional, se plantó en el marco de la puerta mientras sacaba su único arma al percatarse de lo que acontecía, esa pequeña pistola, para encañonar a aquel que se presentaba delante de él. El capitán, demasiado sorprendido e intentando comprender lo que sucedía de una forma lógica, no conseguía recomponerse y reaccionar. Los soldados avanzaban a la espalda de Ian.

Un disparo. Un solo disparo se escuchó entonces en medio de aquella confusión, y el tiempo se detuvo por unos instantes.

Su hombro herido sangraba a borbotones, ahora sí era consciente del dolor. Dejó caer su pistola y se tambaleó hacia atrás mientras sudaba como si llevara corriendo un día entero. Fueron unos segundos, unos escasos e interminables segundos en los que llegó a comprender su situación y se daba cuenta de cómo había sucedido. Él mismo se había condenado perdiendo la razón y los estribos sin ningún motivo, había condenado los veintidós años de su vida de la misma forma.

Volvió a sentirse desgraciado, un cúmulo de emociones le asaltó en esos escasos siete segundos de casi insufrible dolor.

Dos disparos más.

Casi simultáneamente le alcanzaron en la cabeza y el cuello, por lo que cayó abatido al fin. ¿Pero quién había sido? El capitán seguía estupefacto y los soldados llegaban justo en ese preciso instante. Había unas cuantas personas alrededor expectantes ante la operación militar, puede que alguien disparara entre la multitud. De todas formas, no se molestarían en investigar, lo cierto es que seguramente había salvado más de una vida, entre ellas las del capitán.

Pero él había muerto, Ian, el soldado desconocido que conmocionó durante unas horas a toda una ciudad. Había encontrado la misma suerte que sus compañeros, aunque a diferencia de ellos, estos la habían encontrado de frente y por azar, mientras que él parecía haberla buscado como si fuera su destino. Una muerte rápida y casi sin sufrimiento físico. Pero su interior nunca había dejado de ser un pequeño castillo de cartón que se desmoronaba cada vez más bajo una lluvia torrencial. Había muerto sufriendo durante todo el día, casi rayando la locura. Unas últimas horas demasiado crueles y devastadoras que no hubieran sucedido si la noche anterior hubiera fallecido en su campamento. Su último pensamiento fue que se lo merecía, en un gesto de arrepentimiento y rencor propio. ¿Hasta qué punto estaba trastornado entonces?

La suerte es muy relativa, y aunque él creyó haber escapado de un horrible final, lo cierto es que acabó encontrado un desenlace aún más espeluznante. Ese edificio de Turín, esa biblioteca tan asediada, fue el único y silencioso testigo del desmoronamiento y la caída de un pobre joven que se vio superado por esa estúpida guerra, igual que muchos otros

Los soldados de Turín nunca olvidarían ese día ni la última expresión del soldado abatido. Una mezcla de rabia… y placer.

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