Batalla en Turín
Amaneció sudoroso, ensangrentado, y con una escasa noción sobre el lugar donde se encontraba. Había sido una noche larga y tediosa, y le costaba recordar con precisión todos los detalles, o quizá, no quería recordarlos. ¿Quién le mandaría alistarse en aquella absurda guerra?
Con un extremo dolor de cabeza, Ian maldijo su suerte y comenzó a llorar. Demasiado sufrimiento en apenas unas semanas para un joven de recientes veintidós años.
Creía que era un juego, que matar podría satisfacer sus ansias de batalla; sería sencillo. Nada más lejos de la realidad. Problemático, conflictivo y de carácter más bien tosco, Ian se había ganado en su pequeño pueblo un respeto general a base de palizas y amenazas. Ni su propio padre, un humilde y pacífico agricultor, se atrevía ya a levantarle la mano. Se había convertido en el jefe de la casa, más que eso, de su pueblo. El pánico reinaba a su alrededor cuando él se encontraba cerca, pues era sinónimo de trifulca asegurada. Quizá lo único que heredó de su pobre padre fue su ideología antifascista, algo que suponía una amenaza real para el joven en aquel convulso año 1943. Culpaba a su padre de las desgracias de su familia y su penuria, le asqueaba permanecer allí, todo le causaba una profunda repulsión. Ahí radicaba el motivo de su personalidad. En su vida solo había querido vivir el odio y el resentimiento.
Creyó ser el perfecto soldado. Valiente, fuerte y disciplinado. Craso error. Fue en ese preciso instante cuando lo comprendió, el era tan solo un mero peón más del juego y nadie le echaría en falta cuando cayera. Lloraba por todo, por los últimos acontecimientos, por sus actos pasados, por su familia y por aquellas personas a las que había atormentado. Por primera vez, lloraba; lloraba de arrepentimiento.
Ahora sabía que merecía estar allí y sufrir cuantas penurias vinieran, estaba sufriendo los tormentos que había causado en su pequeño pueblo a gran escala. A pesar de haber sido voluntario y haber creído encontrar en la guerra su vía de escape jurando no volver, lo cierto era que cada noche le costaba conciliar el sueño mientras trataba de desechar de su mente los pensamientos nostálgicos de los más nimios detalles. Por primera vez se sintió como un niño perdido e indefenso.
Permaneció así tumbado y reflexionando mientras lloraba amargamente su pasado lo que él calculó que serían unos quince minutos. Entonces decidió que era hora de reaccionar, ya habría tiempo de arreglar todo si volvía.
Si volvía… Si volvía…
Y ese pensamiento se instaló en su mente como si se lo hubieran clavado con una bala. Estaba solo, desorientado, herido y para colmo seguramente estaría rodeado de enemigos.
Se levantó a trompicones y notó un intenso dolor en el hombro izquierdo. Apenas tenía unas escasas nociones de medicina, por lo que ni siquiera sabía que podría tener. Tanteó su cuerpo en busca de su pistola, robada a un soldado alemán en una de las incursiones de la tropa a la que servía. Sin embargo, su fusil no aparecía por ningún lado; seguramente lo habría perdido durante la huída.
Recuperando la compostura y haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, se propuso investigar el lugar donde se encontraba. Tenía que salir vivo de allí y conseguir contactar con el campamento base de los americanos. Mientras recorría la espaciosa sala, comenzó a rememorar los sucesos de la noche anterior.
Había sido uno de los días más tranquilos desde que se incorporara a la brigada. Tan solo un par de rastreadores habían peinado la zona antes de levantar el campamento a un lugar más resguardado. Ellos no eran soldados de trinchera, su misión consistía en ejercer de avanzadilla para preparar el ataque. Entonces, mientras cenaban, todo sucedió a una velocidad endiablada. La suerte se alió con Ian y tres compañeros más que se encontraban en el extremo opuesto del campamento resguardados entre las sombras. Un rugido ensordecedor que congelaba la sangre se abrió paso en sus oídos. No era un tiroteo normal, era casi un fusilamiento, no hubo tiempo para la reacción, y los sonidos de las sibilantes balas se mezclaban con los desgarradores aullidos de los soldados caídos. Solo un grupo de entre diez y quince afortunados habían podido huir. Pero era un espejismo. El único destino era la ciudad de Turín.
En medio del estupor, aquellos afortunados, si así podían ser considerados al escapar de una más que asegurada muerte para meterse quizás en algo peor, el sufrimiento y el dolor de la tortura en caso de ser capturados, deambularon por las calles más inhóspitas y oscuras de la ciudad de Turín. Como si fueran pequeños conejos que buscan salir de su madriguera atentos a cualquier movimiento que delatara al lobo.
Aquellos asquerosos alemanes les habían cogido por sorpresa, y una vez más a pesar de su precaución, fueron descubiertos. Buscando auxilio y refugio en los edificios más cercanos, algunos conseguían llegar a un gran edificio, que imponía su magnificencia sobre las pequeñas casas italianas. Otros eran irremediablemente abatidos. Dentro del colosal edificio se vivieron los momentos más tensos de la vida de Ian. Temió realmente por su vida, apenas se podía identificar ningún objeto a medio metro en aquella oscuridad sepulcral, y era tanto una ventaja como un inconveniente, pues nada asustaba más al prepotente soldado que desconocer el terreno, o aquello a lo que se enfrentaba.
Recordó haber descubierto algo similar a grandes estanterías, y habría jurado que estaban repletas de libros, pero no se había molestado en investigar más. Era lo último que recordaba. Ian supuso que una de esas estanterías debió caerle encima dejándolo sin sentido, y aquella desesperante oscuridad que tanto pánico le infundía le había salvado de ser descubierto ocultándolo a sus enemigos.
Toda la sala estaba en ruinas. Marcas constantes de balas en las paredes, pilas de libros destrozados por el suelo, charcos de sangre manchando sus páginas, cristales rotos y sobre todo, un aspecto de destrucción y desolación que dejó descorazonado al inexperto soldado. Una escena aterradora que quedó grabada en su mente como si a fuego estuviera grabada. Y lo único que se le ocurrió pensar en aquel tétrico escenario fue que resultaba irónico que los libros le hubieran salvado la vida cuando siempre fue una de las cosas que más odió en sus años de adolescente. Él no valía para estudiar, ni quería ganarse un futuro estudiando, siempre había creído que su futuro era la acción.
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