jueves, 9 de febrero de 2012

Relato para concurso (parte II)

Algo le impulsaba a salir de allí, pero su cuerpo no respondía. Quería abandonar aquel lugar casi maldito para él, aunque también tan especial, por incoherente que le pareciera. Había cambiado. Ya no era el mismo, no era aquel valiente bravucón que pensaba que él solo podía ganar esa guerra, ya no ostentaba esa prepotencia tan característica. Había comprobado cuan cruel puede ser la guerra, facilidad con la que podría haber muerto, la facilidad con la que su egocentrismo podría haber sido su perdición. Puede que esa fuera la razón; allí había recapacitado y se sabía diferente, pero ¿podría seguir siendo así? Una extraña sensación le embargaba.

Era una sensación difícil de explicar. Sabía que si permanecía allí le encontrarían, aunque no es que el exterior fuera mucho más seguro. Pero no era eso, su integridad había dejado de preocuparle la noche anterior, ya no temía a los enemigos, había sobrevivido a toda una matanza, se veía inútil en aquellas pintorescas y arruinadas tierras italianas, estaba solo.

Era ese cambio personal que había sufrido lo que le impulsaba a deambular sin rumbo entre los restos de aquel gigantesco centro cultural que era la biblioteca de Turín. Un sentimiento de culpabilidad le atenazaba el pecho, y volvió a sentir esas incontrolables ganas de llorar. Se debatía entre dos sentimientos enfrentados. Quería volver a su pueblo y enmendar sus errores pasados, suplicar perdón y demostrar que de su verdad se sentía arrepentido, incluso algo más, sentía vergüenza y rencor hacia él mismo por su comportamiento anterior. No sería perfecto, nunca lo sería, ni siquiera era inteligente o trabajador, pero sí tenía una cualidad que no había cambiado. Su determinación; por ello se esforzaría hasta dar la última gota de sudor para conseguirlo. Pero para poder lograrlo quedaba un largo camino, y lo primero que tenía que hacer era salir de aquel imponente edificio. Sencillo, el paso más simple de su plan.

Sin embargo, algo le retenía, como si fuera una presencia que le instaba a permanecer en aquel lugar. Sin saber por qué, seguía avanzando a trompicones apollándose en las escasas estanterías que quedaban en pie. Sin ningún respeto hacia su propia presencia, paseaba como si estuviera trastornado, demasiado enfrascado en sus pensamientos. Una estampa tan melancólica como imprudente en aquel escenario de dolor donde podría ser abatido por un pelotón entero en cualquier momento.

No tenía miedo, no tenía ninguna preocupación que se mostrara en su frío semblante. Lo único que se adivinaba en su cara eran las lágrimas resecas mezcladas con los restos de sangre. Sin embargo, por dentro, era todo un fluir de actividad. Su cabeza no paraba, montaba planes de huída a cada cual más elaborado y complejo, planes casi perfectos a los que tan solo sacaba algún rebuscado defecto en el momento que más convencido estaba para llevarlo a cabo, lo que le provocaba una frustración y un cansancio mental que le desesperaba. Pero solo mantenía un objetivo principal que marcaba su razón de ser y existir en aquel momento: volver a su casa y arreglar sus errores. Entre tanta soledad y confusión ese esperanzador y feliz pensamiento se erigía como una luz en su cielo.

Finalmente se acabó sentando apoyado en una pared de la biblioteca, demasiado exhausto para seguir caminando. Boqueando para respirar y demasiado cansado para seguir pensando, cogió el primer libro que encontró sin saber exactamente por qué lo hacía. La literatura era un mundo tan desconocido como poco interesante para Ian. Como si el libro hubiera llevado ahí toda una eternidad esperando ese momento, como si estuviera expresamente puesto en ese lugar para él, el libro mostraba una pequeña guía sobre Cataluña, su tierra, el lugar al que añoraba volver. Sin reparar en lo que hacía, por primera vez leía por iniciativa propia. Se iba calmando por momentos, y aunque obviamente estaba escrito en italiano, la lectura se convirtió en un pasatiempo intentando averiguar el significado de las palabras, pasatiempo que le llevó casi dos horas más.

El cambio era palpable. Según sus cálculos, debían ser cerca de las seis o las siete de la tarde. Tenía hambre, no había comido desde esa fatídica noche anterior. Pero esa misma sensación casi surrealista de no querer abandonar aquel lugar que tanto le había reportado como persona indirectamente se le antojaba casi utópica. Además, el hombro cada vez le dolía más intensamente. Había estado tan ensimismado debatiendo consigo mismo que había perdido toda percepción del mundo exterior. Solo quería que acabara todo.

Entonces las horas empezaron a ser pesadas y empezó a impacientarse, y a alterarse. Y aunque realmente había cambiado, no podría hacer desaparecer nunca aquella ira que se apoderaba de él y tanto le caracterizaba. Volvía a sentir esos deseos incontrolables de arremeter contra cualquier cosa, apareció esa prepotencia insolente que casi le cuesta la vida la noche anterior; ya no le importaba su estado físico, no le importaba aquel futuro feliz que se prometía a sí mismo… Se debatía entre la rabia, la frustración y la impotencia por seguir allí, y un descontrol sobre sí mismo que amenazaba con ser su perdición. No había marcha atrás.

Soltando alaridos cada vez que golpeaba cualquier cosa que apareciera a su paso por la satisfacción que le producía poder desahogarse a su antojo, aquel lugar ya no le parecía aquel escenario que tanto temor, e incluso pánico, le infundiera la noche anterior, ya no era ese edificio que le impuso tanto respeto cuando despertó sin saber dónde se encontraba, había perdido ese aspecto desolado y destrozado que le confería la categoría de ruinoso incluso para convertirse en el emplazamiento perfecto donde descargar toda su furia. Ahora simplemente sería su siguiente víctima, y lo pensaba destrozar todo cuanto pudiera. El aspecto con el que aparecía la biblioteca bien podría reflejar el estado interior de Ian, en el más absoluto caos y sin ninguna razón que lo sustentara ahora. El edificio no podía defenderse; Ian era insignificante en el mundo, con un estado cercano a la locura. El mismo lugar que le había visto transformarse como persona asistía ahora a su propia destrucción.

Ya nada importaba, ni su vida, ni querer volver a su casa (ni siquiera sabía si alguna vez había sido un hogar para él), ni aquella condenada guerra en la que se había enfrascado. Su único deseo era destrozar, hacerse daño real para tener algo por lo que sufrir y lamentarse y no ser comido por sus propias paranoias, tener la sensación de mantener algo de cordura, sin darse cuenta de su actual grado de demencia.

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